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INFORME PENINSULAR
Por: Eduardo Serna
La Corte de Justicia Internacional se ha convertido en una institución cuya efectividad resulta tan cuestionable como la mordida de un perro sin dientes. Pese a las numerosas resoluciones de los tribunales internacionales asociados a la ONU, y a las protestas y reclamos de la mayoría de las naciones, los Estados infractores se mantienen impasibles. La condena mundial les resbala, como si se tratara de algo completamente ajeno. Sin embargo, más allá de los discursos que compiten por imponerse, quienes formamos parte del Sur Global debemos entender algo fundamental:
¿Por qué a los pueblos del Sur debería preocuparles lo que sucede en Gaza? ¿O los ataques y una eventual invasión a Venezuela o Colombia para expoliar sus recursos, controlar el narcotráfico que surge de esas latitudes y sostener una presencia militar que perpetúe la política de injerencia que Latinoamérica sufre desde la época colonial?
La hipocresía del intervencionismo occidental
El historial de intervenciones occidentales en nuestro continente revela un patrón sistemático de abusos que se extiende por siglos. Bajo la retórica de la “democracia” y los “derechos humanos”, las potencias del Norte Global han implementado consistentemente políticas que privilegian sus intereses económicos y geopolíticos sobre la soberanía y el bienestar de nuestros pueblos.
Estados Unidos y Europa han perfeccionado un arsenal de mecanismos de dominación que operan simultáneamente en múltiples frentes: desde la imposición de tratados comerciales asimétricos hasta el financiamiento de operaciones de inteligencia que socavan gobiernos legítimos; desde el estrangulamiento financiero mediante sanciones unilaterales hasta la cooptación de élites locales mediante lo que muchos analistas denominan “la diplomacia del soborno institucionalizado”.
El caso de la Doctrina Monroe, actualizada en prácticas contemporáneas, evidencia cómo Washington sigue considerando a América Latina como su patio trasero. Los reiterados intentos de desestabilización contra Venezuela, el bloqueo criminal contra Cuba que perdura por seis décadas, y el reciente derrocamiento de gobiernos progresistas en la región mediante lawfare o golpes parlamentarios, demuestran que las viejas prácticas coloniales simplemente se han reciclado bajo nuevas modalidades.
La arquitectura global de la dominación
Las instituciones financieras internacionales controladas por Occidente —Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial— han funcionado como instrumentos de sometimiento económico. Los programas de ajuste estructural impuestos durante décadas a nuestros países generaron pobreza masiva, desindustrialización y dependencia crónica, mientras las grandes corporaciones extractivas saqueaban nuestros recursos naturales con complicidad local y beneplácito internacional.
La llamada “guerra contra las drogas” ha servido como pretexto para una militarización creciente de nuestras sociedades, con la instalación de bases militares estadounidenses que comprometen nuestra soberanía territorial. Mientras se criminaliza al pequeño productor de coca en los Andes, los bancos europeos y norteamericanos lavan billones de dólares del narcotráfico sin consecuencias jurídicas significativas.
Doble rasero y necropolítica
El doble rasero occidental queda en evidencia cuando comparamos su tratamiento de diferentes conflictos internacionales. Mientras imponen sanciones devastadoras contra países como Venezuela o Nicaragua, mantienen alianzas estratégicas con monarquías absolutistas y regímenes que violan sistemáticamente los derechos humanos. Su retórica sobre la “protección de civiles” se desvanece cuando sus aliados bombardean poblaciones enteras en Yemen o cuando Israel ejecuta lo que juristas ya califican desde hace tiempo como un genocidio en Gaza.
Esta selectividad deliberada revela lo que el académico camerunés Achille Mbembe identificó como necropolítica: la capacidad de decidir quién merece vivir y quién puede ser dejado morir. Para el poder occidental, algunas vidas valen más que otras, y las de los pueblos del Sur Global parecen ser prescindibles en el altar de sus intereses estratégicos.
Si en esta fase de guerra cognitiva no logramos discernir la encrucijada actual y el colapso de las pseudodemocracias —en medio de una reconfiguración climática, social, política y económica a escala global—, entonces nuestro destino puede estar sellado. Las potencias tradicionales, junto con nuevos actores como China y Rusia, ejecutan sus propias estrategias de influencia, llenando los vacíos que deja un orden internacional en decadencia. Los países dominantes realizan experimentos sociales y políticos de consecuencias imprevisibles. El debilitamiento progresivo de instituciones en teoría humanitarias, caso de la ONU, al borde del derrumbe, nos envía una señal inequívoca: la llamada “democracia” global atraviesa su hora más oscura.
Estamos inmersos en una era de control sofisticado y manipulación mediática sin precedentes. Debemos preocuparnos por Gaza, por Venezuela, por África, por cualquier territorio donde se esté perpetrando un exterminio o un saqueo neocolonial. Esta narrativa que se implanta, respaldada por operaciones de desestabilización que presentan, por ejemplo, a “un México sumido en el caos”, pretende justificar el intervencionismo de la potencia del norte.
El mensaje que emerge con crudeza desde Gaza, Colombia o Venezuela, y desde todos los frentes abiertos por los intereses del necrocapitalismo es contundente: si aquí podemos actuar con total impunidad, ustedes serán los siguientes.
La inoperancia de la justicia internacional
En un panorama global caracterizado por la impunidad de las potencias y la aplicación selectiva del derecho internacional, entidades como la Corte Internacional de Justicia o la Corte Penal Internacional han experimentado una erosión constante de su autoridad. No se trata solamente de la ausencia de voluntad política para ejecutar sus sentencias, sino de una arquitectura institucional que privilegia a quienes ostentan el poder geopolítico y económico.
Mientras ciertos países enfrentan sanciones drásticas o intervenciones militares con el argumento de violaciones a los derechos humanos, otros —aliados estratégicos de Occidente— actúan con un nivel de impunidad prácticamente absoluto. Al mismo tiempo, potencias como China y Rusia desafían abiertamente el orden internacional establecido y promueven modelos alternativos de gobernanza global, aunque no exentos de sus propias aspiraciones hegemónicas. En la práctica, la justicia internacional se ha transformado en un instrumento de guerra diplomática, no en un mecanismo de equidad o reparación para las naciones vulnerables.
Esta selectividad no es un fallo incidental; es el síntoma de un orden mundial resquebrajado, donde la soberanía de algunos es intocable y la de otros, objeto de transacción. Latinoamérica, con su historial de intervenciones foráneas y su vasta riqueza natural, sigue en el punto de mira de potencias tradicionales y emergentes. Si no consolidamos nuestra autonomía política y nuestra integración regional, estaremos condenados a ser otra vez testigos o víctimas. Como siempre, los invito a reflexionar y tomar acción.