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Es una hazaña darle la vuelta al tiempo e imponerle una época propia. Improbable, sin lógica mundana, Gabriela Guerra le planta cara a los ítems del recuerdo, la memoria, la desgracia, la tristeza, la soledad, la añoranza, la extranjería, un variedad de sinsabores, para instalarse en un realismo mágico revisitado, punzante, que se mantiene firme frente a la dictadura de los días siniestros, dejados equivocadamente a la forma puntual, cronológica, de contar la historia.
Autora mexicana-cubana, poeta, narradora, mujer literata, Gabriela nos trae el segundo libro de una trilogía que comenzó con la partida desde Bahía de Sal, y por el cual ganó el Premio Juan Rulfo a primera novela, en 2016. En Avándaro, la novelista nos deja leer la desolación, la sensación de soles a plomo con abundante lluvia en los llanos, la nostalgia por el pasado que acorta trechos con el futuro porque tampoco es prometedor.
La vida se manifiesta en una rutina, un cotidiano que ve en cualquier sobresalto una pizca de vida y de humanidad, y en personajes que van y vienen, sea vivos o muertos, como lo dicten el ritual ancestral, la sagrada mística familiar –y del pueblo del que se provienen– o la soberana libertad de la creación lo dicten.
Convertida en Apolonia, la figura central de esta novela, o acaso concentrada en las tres mujeres que al final perviven, esto es, ella misma más Marián y Juana, nos cuenta las peripecias de los emigrantes sacudidos por el agua, los días fieros, las carencias consecuentes y el anhelo de una vida mejor.
Pero no se trata de cualquier extranjero, al que de inicio, de sobra y de continuo le acompaña la pobreza en todas sus manifestaciones. La magia comienza desde el ancla que significa la tierra que se deja, por otra a la que sí o sí se le conquista, y a pesar de ello hay símbolos que son como los apellidos o el ADN que nos dejan saber que de quien hay que apoderarse primero es de uno mismo.
Sentencias de lo efímero
No hay forma de sustraerse a la fuerza del origen, porque las tataguas, que en Cuba son “mariposas nocturnas de gran tamaño y color oscuro”, lo son también en Avándaro, lo mismo que los martín pescadores que vienen a salvar al nuevo terruño con su plumaje de colores americanos, que entre librea y dorsales se imponen a monocromáticas realidades. Las dos especies vuelan, ha de saberse, pero nuestra memoria y nuestro destino es lo que al final se impone para avizorar o más llanto o más esperanza.
Apolonia cuenta los días con una voz que pasa del cuaderno, a modo de diario, a las crónicas que posteriormente publicará en un medio local, con temas que hacen brincar a Avándaro a la escena nacional, por lo que de ese escaparate conocemos: narcotráfico, crimen, horror de todos los días por la descomposición en la que nos hemos envuelto todos.
Es ella la madre de una estirpe más femenina que humana, de las pelirrojas para ser exacto, la que descubre el amor , acomoda a una criatura en el vientre de la hermana y de la madre, cuida el sueño de sus viejos, deambula en carromatos de personajes de circo, y luego se recoge para quererse, más que siempre, ella.
Lo que más me ha gustado de esta novela son los llamados a la montaña. La reverencia con la que nos la descubre Gabriela, la autora, porque va a ella cuando se trata de una celebración, de una buena nueva e incluso cuando hay que poner tierra de por medio. El macizo de la montaña es mar, nube, ante la realidad que suele aplastar el suelo casi siempre plano en el que estamos todos.
“El final de un año nos espera; no somos más que polvo de montaña, escamas de tataguas que sobrevuelan el mundo solo para avisar que las desgracias nos siguen ganando la carrera de la vida”, escribe Gabriela.
No obstante la errantía, los sueños por tomar nuevos asideros, el buscar dominar otros territorios para pisar y perdurar, en Avándaro predominan sentencias de los efímero, de la insondable soledad, del amor omnipresente que, justo por eso, se diluye día a día y se recomponen cada que algo se rompe.
Nuestra heroína, Apolonia, es síntesis de todo ello: camina y se carga en la espalda toda su herencia. Va viendo cómo son más sus muertos que sus vivos y, sin embargo, le queda la búsqueda de su hermana ¿favorita?, aun cuando ella misma está de huidas, resguardada tras un viejo anillo de diamantes, que es su salvoconducto y salvavidas.
A leer Avándaro, de la colección Traveler, de la editorial española del mismo nombre, cuyo diseño de portada resalta por una ilustración colorida y título sublimado. Y también Bahía de Sal, para acompañar a Gabriela Guerra en lo que ha de ser su próxima entrega y cerrar una trilogía que navega entre el realismo mágico de lo más latinoamericano de nosotros y los dolores de los nuevos días, a los que, miopes, les hemos quitado la magia de vivir y el gusto de recrearnos en los puentes tendidos hacia la eternidad que representan los lazos de nuestros orígenes.