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Anarquistas a modo: cómo el gobierno fabrica, tolera y usa al ‘bloque negro’ para controlar la protesta social

La narrativa oficial sirve más para administrar el descontento social que para combatirlo: grupos jóvenes, estigmatizados y señalados como violentos operan con una permisividad que apunta hacia un viejo guion gubernamental.

Anarquismo mexicano.

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Ciudad de México.- Desde hace una década, el gobierno federal insiste en detectar “grupos anarquistas violentos” cada que una protesta social toma fuerza en la Ciudad de México. La versión oficial, reforzada desde 2022 por informes de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), sostiene que se trata de células radicalizadas, organizadas y persistentes. Sin embargo, la evidencia filtrada y las voces especializadas apuntan a un ángulo incómodo: lejos de ser un problema que el Estado intenta erradicar, estos grupos parecen operar bajo un amplio margen de tolerancia que termina siendo funcional para el propio gobierno.

Los documentos del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) revelados en Guacamaya Leaks enumeran al menos 18 agrupaciones etiquetadas como “anarquistas”, siete de ellas consideradas “radicales”. Están presentes en 14 estados y “siempre aparecen” en marchas de protesta. Pero la categorización oficial —que los describe como jóvenes expulsados, violentos, incendiarios— parece más una simplificación útil que un análisis real: una construcción que permite criminalizar la protesta sin abordar sus causas.

Los informes titulados Campos de poder en CDMX exhiben nombres y rostros de jóvenes que el gobierno identifica como miembros del “bloque negro”, una exposición selectiva que contrasta con la permisividad operativa que se observa en las calles. La narrativa institucional los acusa de ataques a policías, pintas o destrucción de mobiliario; pero rara vez explica por qué, pese a su supuesta peligrosidad, se les permite actuar reiteradamente en las mismas condiciones.

Especialistas consultados por EL UNIVERSAL —cuyas declaraciones revelan más de lo que tal vez pretendían— sugieren que es el propio gobierno el más interesado en que estos grupos sigan funcionando como válvula de contención y herramienta de manipulación. Su existencia, afirman, sirve para controlar el ambiente de las marchas y para justificar el desgaste, la criminalización o la deslegitimación de movilizaciones originadas en demandas pacíficas.

Alberto Capella, exsecretario de Seguridad Pública en Tijuana, lo describe con claridad: estos grupos actúan “con total permisividad del gobierno”. Aunque insiste en que no vio infiltrados policiales en la reciente marcha de la Generación Z, reconoce que la historia global demuestra cómo los gobiernos no sólo manipulan a estos colectivos, sino que en ocasiones los financian o direccionan. El objetivo: convertir la protesta en espectáculo de “violencia” que opaque las causas sociales.

La Sedena insiste en que estas 18 agrupaciones han realizado incendios, detonaciones y otras acciones violentas. Pero el propio documento, que define como anarquista “a cualquiera que niegue la autoridad”, delata una postura más ideológica que analítica. En esta lógica, el Estado se atribuye la facultad de etiquetar y vigilar cualquier disidencia juvenil como amenaza; mientras, paradójicamente, permite que los mismos grupos actúen una y otra vez bajo su mirada.

Entre las agrupaciones señaladas como “más radicales” están Cruz Negra Anarquista, la Federación Anarquista de México, Okupache y varios comités libertarios vinculados a planteles de la UNAM. Los informes detallan a sus supuestos líderes, los relacionan con hechos violentos de hace más de una década y enlazan sus nombres a ocupaciones históricas como el auditorio Justo Sierra. Pero de nuevo: la pregunta que no aparece en los documentos es por qué, si el Estado tiene identificados a líderes, estructuras y espacios, estos operan sin mayor consecuencia… a menos que la consecuencia sea precisamente su utilidad política.

El académico Arturo Argente, del Tecnológico de Monterrey, subraya que estos grupos han acompañado las luchas sociales desde hace décadas. Y va más lejos: “son funcionales para desacreditar los movimientos sociales”. La frase no es menor: coloca al Estado como actor activo en la configuración, tolerancia y uso de estos colectivos para modular el ánimo público y moldear la narrativa mediática.

La historia de México lo confirma. Desde los porros de 1968 hasta la huelga de la UNAM en 1999, el gobierno ha entendido muy bien el valor estratégico de los jóvenes combativos: pueden ser fuerza disruptiva, pero también herramienta para desviar o ensuciar demandas legítimas. Hoy, bajo nuevas etiquetas y viejos métodos, el guion se repite.

La versión oficial presenta a los anarquistas como amenaza; la filtrada realidad sugiere que son pieza del tablero. Y en ese juego, la protesta social queda atrapada entre el descontento genuino y la manipulación institucional.

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